Nos vimos por primera vez y las
oraciones en tus ojos me incitaron a seguirte.
Nos conocimos y las escasas frases
que pronunciábamos eran una advertencia de desinterés.
Nos citamos y los silencios nos
acomodaron a detallarnos toda la tarde.
Nos quisimos y los gestos de cariño
sonaban a canciones susurradas al oído.
Nos acostamos y no solo tus ojos
mojaron mis sábanas.
Nos acobardamos y eso significó no
querer parar de conversar.
Nos acostumbramos y escuché que
sería común y frecuente escaparnos del mundo en una habitación.
Nos encerramos y descubrimos las
cosas que nuestro cuerpo puede decir, y qué sucede cuando la boca comienza a
callar.
Nos herimos y la tristeza era una
consigna que me atormentaba.
Nos mentimos y no hubo una frase de
un poema en el que volviera a creer.
Nos vacacionamos y oímos la lluvia
salir de nuestro cuerpo.
Nos extrañamos y leíamos los versos
entre líneas. Poemas que sonaban a noticias de sucesos.
Nos alejamos y nos incomodaron los
silencios.
Nos hablamos y no nos vimos las
letras pequeñas.
Nos perdimos y se nos acabaron las
palabras, las ganas de volvernos poesía, las ansias de hacernos arte, de perpetuarnos
en las tres primeras líneas de todo esto.
Nos regresamos y redescubrimos las
fases en donde todo iba mal, las frases que dijimos demasiado, quizás sin saber
lo equivocadas que sonaban, los silencios malinterpretados, los gestos escasos
que pedimos a gritos por más, los ojos que lloran por la razón general, las
conversaciones que paramos de tener, la frecuencia con la que escapábamos de
preguntas capciosas y lo común que era delatarse. Los perjuicios de hablar con
el cuerpo para callarnos la boca, la tristeza que hacía eco a lo lejos, la
sequía de los versos que incomoda como la acidez en el pecho y la parte sucia del
contrato.
- La que no supimos si firmar.-
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